O toi, le plus savant et le plus beau des
Anges,
dieu trahi par le sort et
privé de louanges,
o Satan, prends pitié de ma
longue misère!
Charles Baudelaire, "Les fleurs du mal"
Hubo un tiempo en que todo lo
sombrío, lo inquietante, lo pérfido; estaba representado por las adelfas.
Lo demás era luz.
Recuerdo aquel patio poblado
de rosas, de geranios, de hortensias que se cuajaban de florecitas violáceas de
cuatro pétalos, en miniatura –la hortensia es una flor caleidoscópica, múltiple
y extraña. Una mesa redonda, de jardín, donde me sentaba a dibujar a mediodía,
inmersa en aquel diminuto paraíso cercado por casas de vecinos y, más arriba,
por un azul intenso desde el cual bajaban a visitarme las mariposas.
Todo era suave y luminoso,
susceptible de ser acariciado.
Menos aquellas dos adelfas. Alguien
me había dicho que eran árboles venenosos.
“Si las tocas, y después te
llevas las manos a la boca, te envenenarás”.
Igual que Blancanieves con la
manzana de la Reina.
Yo miraba aquellas adelfas,
presintiendo que representaban algo siniestro en mi tranquila y tierna
existencia. Desde mi ingenuidad, las adelfas simbolizaban el Mal. Y procuraba
no acercarme nunca demasiado, dejándome sobrecoger de lejos por sus estilizadas
hojas, de un verde oscuro que resultaba sombríamente elegante. Y en primavera,
les brotaban preciosas flores: rosas, las de una, y blancas las de la otra.
Nunca pude sentirme
completamente tranquila. Mi mirada acababa, irremediablemente, posada sobre las
adelfas. Y comprendí que en toda luz siempre existe una parte de oscuridad.
Érase una vez, en un lejano
reino, una princesa que jamás había salido de su castillo. Cada día, paseaba
por el jardín, hablando con las mariposas y los pájaros, dibujando caricias
sobre las flores pálidas, dejándose envolver por el arrullo del sol. La Princesita
solo conocía la bondad, y nadie le había hablado de la sombra. La única
advertencia de sus padres era siempre la misma: “Que tus labios jamás toquen
las flores de la adelfa, sus hojas ni su tallo. Que tus manos no se posen sobre
ella”.
Hacía años, antes de que ella
hubiese nacido, aquel jardín lo habitaba otra princesa terriblemente bella –hermana
de su padre-, de ojos verdes, mejillas rosadas y piel de porcelana. Pero era
tan bella como malvada y, para castigarla, un hada buena la transformó en adelfa
y la condenó a no abandonar jamás el jardín. El verde de sus ojos se convirtió
en pequeñas y elegantes hojas alargadas, invadidas por flores rosas –como lo
fueran sus mejillas- y blancas –tan blancas como su antigua piel.
La adelfa era tan hermosa que
muchos habitantes del castillo desoían los consejos del Hada y se acercaban
para besar la radiante ligereza de sus hojas. A las pocas horas, fallecían
irremediablemente.
El Rey nunca quiso cortar la
adelfa, porque conocía su verdadera identidad. Aquella princesa mala había sido,
a pesar de todo, su hermana. Cuando su hija, la pequeña princesita de labios de
cereza, tuvo la edad suficiente para pasear sola por el jardín, el Rey se lo
permitió bajo aquella única advertencia: no acercarse a la planta.
La Princesita no podía evitar
pasear por el jardín sin sentirse intimidada por la siniestra presencia de la
adelfa. Ella no conocía la historia detrás de aquella planta, y no comprendía
por qué, siendo tan venenosa, su padre se negaba a cortarla. ¿Tal vez por su
belleza? Pero la adelfa enturbiaba su sencilla felicidad, y un día germinóen su
interior la idea de acabar con esa situación. Le habían advertido de que algo
en sus hojas resultaba mortal, pero todos los que habían muerto, lo habían
hecho por rozar sus labios con ellas. La Princesa pensó que, mientras eso no
ocurriera, nada malo podría pasarle. Así que reunió todo su valor y se acercó a
la planta. Llevó su temblorosa mano hasta una hoja, y la arrancó. En su
ingenuidad, creyó que así la adelfa moriría.
De repente, de la hoja arrancada
comenzó a brotar un líquido blanco, lechoso, que impregnó toda su mano. La niña
sintió que se mareaba y, rápidamente, perdió la conciencia.
Muchos años después –nunca supo
cuántos-, la Princesa despertó, lejos de su jardín. Tenía frío, y se encontraba
sola y, por alguna razón, triste. Sin embargo, ya no sentía miedo. El jardín había
desaparecido pero, con él, también la adelfa.
Se levantó y vio, junto a
ella, un elegante espejo. Antes de preguntarse qué hacía allí aquel objeto, se
acercó para contemplar su reflejo.
Entonces vio sus ojos verdes. Y
comprendió que todo permanecía inamovible.
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